Bienvenidos a El Almacén

Lo que embellece al desierto es que en alguna parte
esconde un pozo de agua.

Antoine de Saint-Exupery (1900-1944) Escritor francés.

viernes, 15 de mayo de 2015

Marco Denevi, un grande

Nació en Sáenz Peña, 14 de mayo de1922 y falleció en Buenos Aires en 1998) Novelista y dramaturgo argentino que alcanzó reconocimiento internacional con obras como Rosaura a las diez (1955) y Ceremonia
secreta (1960), relatos a la vez realistas y metafísicos. Nacido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, desde pequeño sintió una fuerte vocación por la música; hijo de un inmigrante que supo transmitirle la voluntad de trabajo, su padre también lo inició en las obras de Robert Louis Stevenson, A. Dumas y Benito Pérez Galdós. Se graduó como abogado y trabajó en el área legal de un organismo público.
(fuente Biografías y Vidas) biografía completa



ROSAURA A LAS DIEZ (fragmento)
I

DECLARACIÓN DE LA SEÑORA MILAGROS RAMONEDA,
VIUDA DE PERALES, PROPIETARIA DE LA HOSPEDERÍA LLAMADA
“LA MADRILEÑA”, DE LA CALLE RIOJA, EN EL ANTIGUO BARRIO DEL ONCE


Todo esto comenzó, señor mío, hará unos seis meses, aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas.
O quizá no, quizá será mejor que diga que empezó hace doce años, cuando vino a vivir a mi honrada casa un nuevo huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo.
Aquéllos eran otros tiempos, ¿sabe usted? Tiempos difíciles, sobre todo para mí, viuda y con tres hijas pequeñas. Los pensionistas escaseaban, y los pocos que habían eran, hablando mal y pronto, de culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario, si queríamos conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y creo que perdido para siempre: el arte de atraer, seleccionar y afincar, mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiaridad y rigor, una clientela más o menos honorable.
Había que estar en guardia con los estudiantes de provincias, gente amiga de trapisondas, muy alegre, sí, muy simpática, pero que después de comerle el grano y alborotarle el gallinero, se le iba una noche por la ventana y la dejaban a una, como dicen, cacareando y sin plumas; y también con esas damiselas que, vamos, usted me entiende, que se acuestan al alba y se levantan a la hora del almuerzo, y usted se pregunta de qué viven, porque trabajar no las ve; y aun con ciertos caballeros solos y distinguidos, como ellos mismos se llaman, de los que prefiero no hablar. Y todavía me dejo en el buche otros peligros más frecuentes, aunque menos disimulados, como, pongamos por caso, los artistas de teatro, y líbreme Dios si andaban de gira, peligros, sin embargo, que a la fin resultaban menos temibles que los otros que le dije, porque llevaban la luz roja encendida al frente y era posible esquivarlos a tiempo y desde lejos.
Pero el hombre que aquella mañana vino a llamar a la puerta de mi honrada casa me pareció, a primera vista, completamente inofensivo. Era el mismo hombrecito pequeñín y rubicundo que usted conoce, porque, ahora que caigo en ello, le diré que los años no han pasado para él. La misma cara, el mismo bigotito rubio, las mismas arrugas alrededor de los ojos. Tal cual usted lo ve ahora, tal cual era en aquel entonces. Y eso que entonces era poco más que un muchacho, pues andaría por los veintiocho años.
La primera impresión que me produjo fue buena. Lo tomé por procurador, o escribano, o cosa así, siempre dentro de lo leguleyo. No supe en un primer momento de dónde sacaba yo esa idea. Quizá de aquel enorme sobretodo negro que le caía, sin mentirle, como un cajón de muerto. O del anticuado sombrerito en forma de galera que, cuando salí a atenderlo, se quitó respetuosamente, descubriendo un cráneo en forma de huevo de Pascua, rosado y lustroso y adornado con una pelusilla rubia. Otra idea mía: se me antojó que el hombrecito estaba subido a algo. Después hallé la explicación. Calzaba unos tremendos zapatos, los zapatos más estrambóticos que he visto yo en mi vida, color ladrillo, con aplicaciones de gamuza negra, y unas suelas de goma tan altas, que parecía que el hombrecito había andado sobre cemento fresco y que el cemento se le había quedado pegado a los zapatones. Así querría él aumentarse la estatura, pero lo que conseguía era tomar ese aspecto ridículo del hombre calzado con tacos altos, como dicen que iban los duques y los marqueses en otros tiempos, cuando entre tanto lazo y tanta peluca y tanta media de seda y encajes y plumas, todos parecían mujeres, y, como yo digo, para saber quién era hombre, harían como hacían en mi pueblo con los chiquillos que por los carnavales se disfrazaban de mujer (...) 


Marco Denevi practicó una particular forma de rever los clásicos dando una vuelta de tuerca a las historias conocidas como las de Don Quijote, la Bella Durmiente, etc.


Crueldad de Cervantes (minicuento)

En el primer párrafo del Quijote dice Cervantes que el hidalgo vivía con un ama, una sobrina y un mozo de campo y plaza. A lo largo de toda la novela este mozo espera que Cervantes vuelva a hablar de él. Pero al cabo de dos partes, ciento veintiséis capítulos y más de mil páginas la novela concluye y del mozo de campo y plaza Cervantes no agrega una palabra más.



La bella durmiente del bosque y el príncipe (minicuento)

La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos. 

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