Aquel día, se celebraba el sesquicentenario de la fundación de Los Tilos: un punto perdido en el sudeste de la Provincia de Buenos Aires, y que alguna vez tuvo nombre de general de la independencia, como la mayoría de los pueblos de este país, aunque a su nombre de bronce lo saturó el perfume sedante de los tilos plantados en los tiempos de su fundación para que sus pobladores tuvieran una vida tranquila. Por la mañana desfilaron alumnos de las escuelas saludando burlones hacia un lugar del palco, instalado frente a la Municipalidad, y ocupado por la promesa incumplida del Presidente de la Nación de concurrir al acto y dar apertura a los festejos. Así que, tuvieron que conformarse con seguir viéndolo a todas horas y en todos los canales de TV. Se venían las elecciones nacionales y después de innumerables reformas, tachaduras y omisiones en la Constitución, el presidente había lanzado una impresionante campaña mediática para su tercera reelección. Por la tarde, en el centro de la plaza, las distintas colectividades realizaron su feria de platos típicos y bailes tradicionales, y hubo suelta de palomas y globos con mensajes de los chicos a otros pueblos. Entrada la noche, y antes de los fuegos de artificio, el Intendente dio el discurso de cierre. Nada hacía pensar en los cambios que sufriría el pueblo con esas palabras. Luego de saludar a las autoridades congregadas, al público presente y de cometer el fallido de agradecer la presencia del señor Presidente, dio la noticia.
-Nuestra gestión se ha caracterizado por el progreso continuo... hemos ampliado la red de agua, gas, cloacas y alumbrado... y estamos a la altura del primer mundo con el hipermercado.
-No me hagás reír que se me cae el quincho – gritó don Astor exaltado, mientras se abría paso a través de la multitud convocada.
Aunque se hablaba en contra de semejante monstruo de consumo de bandera extranjera, la gente del pueblo compraba compulsivamente en el hipermercado. La mayoría de los negocios habían cerrado sus puertas por la caída abrupta en las ventas, y sólo don Astor resistía, dejando abierto hasta la medianoche su cada día más disminuido almacén.
El hipermercado había colonizado todas las actividades comerciales y culturales, donde también se festejaban cumpleaños y, como ocurrió en más de una oportunidad, se celebraban casamientos. El padre Fermín veía ese lugar como la demostración clara y contundente del fin de los tiempos. “Lo único que nos falta es que anexen una capillita entre góndolas”, decía. El Intendente hizo oídos sordos a la provocación de don Astor. Después mencionó el préstamo con tasas bajas que les otorgaba el Banco Internacional de Desarrollo, conseguido por el Presidente como regalo de aniversario de Los Tilos; por tal motivo, dijo, había firmado el decreto para la ejecución de la obra de repavimentación de la carpeta asfáltica de calles, avenidas y rutas de acceso.
-Terminaremos con los baches y el asfalto cuarteado... por primera vez en la historia de un pueblo de este país no va a quedar calle sin asfaltar. Intentó una explicación técnica. “Se colocará un material de alta resistencia a las agresiones mundanas y temporales... y se realizará en dos etapas: primero se hará el cortado del asfalto existente, cumplida esta primera etapa se pasará a la reconstrucción del gálibo para completar dicho proceso con el volcado del material en caliente, con una capa, y oigan bien esto... una capa de ocho centímetros de espesor”. Salvo que se cambiaría el asfalto de todas las calles con el dinero de un crédito, nadie entendía ni jota. Ni querían entender; todos se quedaban sólo por la pirotecnia que daba cierre a la celebración. Aburridos de tanta perorata comenzaban a irse, cuando explotaron los primeros petardos y cañitas voladoras, dejando inconclusa una explicación incomprensible. Se comentaría después que la mecha la había encendido la madre del Intendente, doña Celia Goiburu de Mangiaterra enviada por su marido, al ver que nada detenía el discurso de su desenfrenado hijo.
Tal vez Dios estaría jugando a los dados en ese momento, porque una cañita voladora fue a dar sobre la cabeza de don Astor Calvino, que se había ido del acto para abrir su almacén, y tocaba el bandoneón en la puerta bajo una luna cautiva. Se le incendió el peluquín y el cuero cabelludo sufrió quemaduras de tercer grado. Desde entonces mostró su pelada sin vergüenza alguna, se declaró enemigo de Benito, formó La Banda de Comerciantes Destrozados con los dueños de comercios cerrados, y se apostó en la entrada del hipermercado, junto a familias de bolivianos que vendían ajíes y especias, donde tocaba el bandoneón con su banda, como protesta por sus desaparecidos negocios y en declarada oposición a la política del Intendente.
Días después de la celebración, en una mañana de neblinas soñolientas y perros que aullaban anunciado el cataclismo universal, y ante la madrugada modorra de los tiloseños, las mesas comenzaron a moverse solas, las luces de las lámparas reverberaban enloquecidas, los vasos y los platos bailaban en los aparadores, las camas temblaban como nunca y las tripas se retorcían preludiando una orquesta de desconcierto. Todo había adquirido movimiento propio por alguna fuerza extraña. El pueblo entero salió a medio vestir a las calles y así, restregando los ojos aún legañosos, vieron jornaleros vestidos como astronautas taladrando las calles, retroexcavadoras desmontando el asfalto, grúas removiendo escombros y el empedrado que en algunos lugares y en otra época había servido de pavimento. Así fue asomando la tierra blanca, esa tierra que a los viejos les traía tantos recuerdos.
Por esos días un hecho enlutó al pueblo, el padre del Intendente, un conservador recalcitrante y defensor de repúblicas perdidas, murió de un paro cardíaco en medio de la calle de tierra. Quienes se encontraban a su lado escucharon con tristeza que le hablaba al monumento del General Uriburu, ubicado años atrás en la plaza frente a la comisaría. La estatua del primer dictador del país, después de años de inmóvil dictadura de bronce y cagadas de palomas, había sido carcomida por el ácido que los Defensores de la República Recobrada vaciaron en su interior.
El trabajo de las máquinas para desnudar las calles no se detuvo, y parecía que jamás iba a terminar. El ruido por las mañanas era tan fuerte y penetrante que se cubrían los oídos con cera de abejas, y los gritos dentro de sus casas eran tan estériles que se comunicaban con un improvisado lenguaje de señas. Por las noches las cosas no mejoraban. Era imposible dormir con las farras que armaban los obreros, y si alguien chistaba en contra, señalaban los apedreados carteles fijados en cada esquina: Estamos trabajando para Ud. Asfaltos del Sud.
Las calles desnudas provocaron opiniones generacionales desencontradas. Los jóvenes no soportaban la tierra de las calles y los abuelos se pasaban el día entero en esas calles, y se comportaban de manera extraña: algunos reían, otros lloraban, y otros discutían con más pasión que de costumbre sobre tiempos idos y personas muertas, pero todos dichosos de volver a ver la tierra en las calles.
Así pasaron el invierno, y cuando la primavera nacía en los brotes de las plantas de tilo, la cuadrilla desmontó sus casillas y se marchó con sus máquinas para dar paso a la segunda etapa. Con ellos se fueron las esperanzas de algunas mujeres que los despidieron, entre sollozos, con el pañuelo en una mano y la escoba en la otra.
Luego de algunas semanas de impaciente silencio por la espera de los camiones cargados con la brea de última generación, y las máquinas para revestir las calles con el nuevo pavimento, y con el polvo que flotaba incontenible en el aire, el Intendente, desde su despacho y recostado en su sillón de pana verde, anunció lo que ya todos sospechaban.
-Saben que quiero lo mejor para el pueblo... por eso no reparamos en gastos y nos excedimos. - dijo mirando fijamente a las cámaras de “TV Cable Los Tilos - nos quedamos sin plata para proseguir con la segunda etapa, pero ya pedí ayuda al Presidente de la Nación, y me prometió una solución a la brevedad.
El polvo desmadrado de las calles anegó el aire, dejó el paisaje difuso, volvió terrosa la respiración, y se metió sin permiso en las casas sazonando la comida, y partiendo peines por la dureza de los pelos. Parecían milanesas listas para freír. Como medida preventiva se colocaron carteles en las esquinas para que los autos circularan más lento, y las mujeres se la pasaban encendiendo vela tras vela a los santos de turno para que se acabara la sequía. Fue por esos días que algunos de los viejos del pueblo se atrevieron a contar porqué se pasaban el día entero en la calle o sentados en las puertas de sus casas y geriátricos, al ritmo cadencioso de unos amargos, hablando solos hacia las calles sin asfalto, o discutiendo sobre tiempos idos.
Desde la mañana en que el pueblo fue despertado por los ruidos de las máquinas rompiendo el asfalto de las calles, los ancianos veían sus recuerdos proyectados fuera de sus mentes. Manifestaciones de momentos vividos de un tiempo que se fue, objetos y personas que pertenecían al pasado, emergían de la tierra de la calles y tomaban forma ante el impávido asombro de los ancianos.
Los más jóvenes miraban hacia las calles con expresión de vacas. Los recuerdos en las calles son una entelequia colectiva de la alterada percepción de los ancianos, explicaban médicos y psicólogos. Creían que los abuelos del pueblo padecían una rara alucinación senil. Reunidos en emergencia realizaron todo tipo de exámenes. En conclusión, la junta médica dictaminó que salvo algunos achaques propios de la edad, en general gozaban de buen estado de salud mental. Es la tierra, decían los jóvenes, que los está llevando por senderos peligrosos.
Surgió una pueblada espontánea. Una muchedumbre se congregó a media tarde en la plaza frente a la Municipalidad, recorrió las calles del centro a rueda muerta donde se fueron agregando más protestantes, y volvió a instalarse frente al edificio municipal. Por primera vez se vio unidos a los concejales de los distintos partidos políticos, vecinos que no se hablaban, el comisario y los quinieleros, empleados y patrones. Los únicos a los que no se les vio el pelo fueron los ancianos, que querían las calles sin asfalto, y al padre Fermín, que a esa hora acostumbraba a remojar sus pies en una palangana para ablandar los callos. A falta de bombos y platillos, algunos se alzaron con sus cacerolas y cucharones para que el ruido de su desdicha llegara más allá de los límites del pueblo, otros elevaron pancartas de indignación donde tanto podía leerse:
“SIN ASFALTO LOS VIEJOS ENLOQUECEN”
“LA TIERRA NOS ENTIERRA”
como un cartel de vivos colores enmarcado en rosas rojas, de un romántico desaprensivo oculto tras un pasamontañas, y que declaraba:
“CELIA TE AMO”
A la mañana siguiente la plaza del centro parecía un terreno baldío, con los canteros pisados, el césped regado de paquetes de cigarrillos, latas de cerveza y necesidades humanas. Esas fueron las primeras imágenes que transmitieron los canales de TV, junto con las del único habitante despierto: Puchito, un ciruja que mangueaba cigarrillos explicando que fumar es perjudicial para la salud, y que en ese momento hacía su trabajo entre la basura con su carrito robado al hipermercado. Los periodistas de los noticieros de la capital habían arribado cuando los manifestantes dormían en sus casas, después de pasar la noche en vela esperando una respuesta del Intendente. Hacia el mediodía, y en medio de la vorágine de periodistas que hablaban sin parar, cámaras que no mostraban más que viejos y calles de tierra, y un contingente de japoneses que días atrás se había instalado en el pueblo, descendió como un arcángel de los cielos, el helicóptero Presidencial.
Las aspas del helicóptero daban sus últimos giros, cuando bajaron seis hombres de negro con sendos portafolios encadenados a sus muñecas, el ministro del interior, tres guardaespaldas y su peluquero personal. Por último lo hizo el Presidente. Por primera vez en la historia del pueblo veían a un Presidente fuera de la pantalla de TV. Si no fuera por el poder conferido en su mirada, parecía un doble mal elegido para la ocasión; se veía avejentado y flotaba en un traje holgado, pero las dudas se disiparon al vitorearlo: rejuveneció, creció unos centímetros y se volvió inasible ante los ojos de los presentes, como si estuviera en la televisión. Luego de los saludos con Benito, recorrió algunas calles a pie, rodeado por sus guardaespaldas, quienes no dejaban que nadie se le acercara. Al mediodía comió asado con cuero y tomó vino en bota. Después, volvió a recorrer las calles del pueblo, junto a los ancianos que le presentaban sus evocaciones, como si se trataran de viejos amigos. Por la tarde, y con visible cansancio, participó de la misa de las siete.
El padre Fermín aprovechó la presencia del Presidente y se sacó la bronca contenida en un duro sermón, después de que la madre del Intendente diera lectura al Salmo 137. Todos sabían que el cura en los últimos años había perdido la fe pero conservaba la esperanza de recuperarla cualquier día, y tenía la firme convicción de que la Teología de la liberación era el único camino para salvar, al menos en este mundo, a los desprotegidos.
-Esta situación se hubiera evitado con el bacheo y entoscado de la vía pública - dijo mirando al Intendente que miraba a su vez al Presidente, como pidiendo perdón, y agregó – ahora nuestros recuerdos vagan por las calles como si tal cosa, si esto sigue así nos van a terminar echando a todos del pueblo.
Luego, hastiado por la injusticia social que se vivía con el hipermercado arremetió contra el Presidente, que no le sacó un segundo los ojos de encima.“Que Dios ilumine su alma, señor Presidente, esta economía de libre mercado, no es justa... nuestros negocios no pueden competir con esos hiper-monopolios que hacen donaciones al pueblo - menos a la iglesia, claro - y evaden impuestos”, concluyó luego de más de una hora de sermón, y con los vivas de don Astor que reafirmaba cada palabra del cura con “eso, eso”. Se comentaría después que el aludido señor Presidente, que no se inquietó ni pestañeó una vez, no habría escuchado una sola de las palabras, porque mientras el padre Fermín despotricaba como poseso contra su persona y todo el sistema, él dormía plácidamente con los ojos abiertos como los peces. En el momento de comulgar, mientras el coro angelical de viudas desconsoladas, presidido por doña Celia, desafinaba a conciencia, pero con la mejor voluntad, La Pasión según San Mateo de Bach, el padre Fermín tuvo un instante de vacilación que todos percibieron con pavor. Con la hostia temblando en su mano, se detuvo a medio camino de la cruz dibujada en el aire. Al final, el Presidente salió de la iglesia con la mirada hacia el piso, intentando sacar sin disimulo con su índice autoritario, la hostia pegada al paladar, mientras el padre se retorcía la casulla de impotencia, y el coro de viudas repetía con alivio el Aleluya de Händel, como nunca lo habían hecho.
Al caer la noche, y desde un palco improvisado frente a la Municipalidad, el Presidente se dirigió al pueblo. Luego de su apoyo incondicional a Benito y su blablablá de proselitismo vacío de contenido, y sin mencionar la plata que había llegado en los portafolios, se abrazó con el Intendente, deseó la buenas noches y partió en su helicóptero, mientras todos cantaban el himno nacional, su gente repartía volantes con la lista de su nueva candidatura, y los japoneses sacaban fotos.
Semanas de incertidumbre después, comenzaron a llegar los camiones con la brea y las máquinas fusoras para colocar el asfalto. Hornillos ambulantes con chimeneas por donde salía un humo apestoso se instalaron en las esquinas del pueblo, y se dieron a la tarea de colocar de nuevo el asfalto. Los recuerdos volvieron a quedar apresados, provocando la alegría de jóvenes y el llanto de los viejos. Por esos días, y casi asfixiados por el olor a brea, el pueblo votó y salió reelecto el Presidente.
Al amanecer del día siguiente a las elecciones nacionales, Los Tilos se desayunó con una noticia que cayó como patada al hígado. Entre gallos y medianoche, Benito Mangiaterra había desparecido del pueblo. “TV cable Los Tilos” mostraba imágenes de su casa deshabitada. Se comprobaba lo que todos temían: el Presidente no había entregado la plata para colocar el asfalto, y los peones, camiones y hornillos se fueron dejando el trabajo a la mitad.
Vecinos indignados realizaron un escrache, a la hora de la siesta, en la casa de la madre del Intendente. La inocente anciana despertada por los abucheos, dispersó a la turbamulta en camisón y a tiros de escopeta, y gritándoles que si seguían molestando a esa hora les iba a dejar el culo como colador. El comisario sacado de su siesta por los agraviados manifestantes, le escuchó medio dormido la cantinela de buena mujer, y de lo que le habían hecho los mocosos de porquería que venían a escorchar a semejante hora.
El comisario estaba de tal mal humor por haber sido despertado que se la llevó caminando y en camisón a la comisaría. Al cruzar la plaza central doña Celia vioa su marido como era en los tiempos de la campaña para que los conservadores llegaran al poder, y abrazado al monumento del General Uriburu. Al ver el recuerdo de ese pobre hombre que había sido su esposo, se sintió libre por primera vez. Aunque tuvo que pasar la noche entre rejas.
Durante algunos días, los noticieros mostraron distintos pueblos del país donde sus Intendentes también habían solicitado créditos y no concluían las obras; después desviaron livianamente la atención popular hacia otro tipo de escándalos. Los Tilos dejó de existir para el resto del país. En tanto, el asfalto recién colocado, reventaba en mil pedazos liberando otra vez los recuerdos.
Sin asfalto, los jóvenes naufragaron en el desánimo de una esperanza que sólo prolongaba su sufrimiento. Pensaban que sus viejos eran engañados por artilugios incomprensibles. Y con este pensamiento emigraron hacia las grandes ciudades. Cerraron puertas y ventanas, echaron llave, colgaron carteles de “Se vende” en los frentes de sus casas, y se fueron sin mirar atrás, cargando su efímera felicidad en televisores y electrodomésticos pagada en cuotas con sus tarjetas de crédito, sus computadoras navegantes de espacios virtuales donde zozobran sus soledades sin tiempo de amar, el status en teléfonos celulares, su presente con implantes de siliconas sin utopías, y sus globalizadas humanidades; dejaban sus promesas de visitarlos algún que otro fin de semana y enviar dinero para mantenerlos. Y sin pensarlo un instante también se fue Puchito. Dicen que la última vez que lo vieron decretó a grito pelado de su garganta y bocinazos limpios de su carrito que se internaría en el Melchor Romero, un manicomio donde no había tanto loco suelto. Antes de irse, creyendo que los viejos no resistirían, dejó un graffiti de despedida en las puertas de la Municipalidad:
“EL ÚLTIMO QUE APAGUE LA LUZ”
Horas después de que se marchara la gente joven, y de la noche a la mañana, el hipermercado desmanteló sus instalaciones, y de su paso por este pueblo sólo quedó el cartel de ofertas inverosímiles y una impronta rectangular donde nunca más creció el pasto. Y los programas favoritos de TV daban paso a una lluvia de neón. Al no poder hacer zapping entre 87 canales de “TV cable Los Tilos”, los ancianos buscaron las viejas antenas para conformarse con el único canal de aire. Pero habían caído con cada temporal de Santa Rosa y el óxido, o las habían regalado al ciruja Puchito, que se las llevaba en su carrito, como todas las cosas que no servían y a las que él siempre les encontraba insospechadas utilidades. La única que aún sobrevivía era la de doña Pilar, pero la usaba como tendal para colgar sus ropas. Las noticias del país llegaban por las pocas radios que quedaron en todo el pueblo, y se transmitían de boca en boca. Así llegó el verano, con un tiempo que se paseaba vestido de desidia, del brazo de recuerdos que ya vagaban por todo el pueblo.
Fue en esos primeros días de verano, que el padre Fermín se mostró junto a la mujer de la que había estado enamorado por años: doña Celia de Mangiaterra. “Ya no queremos ver mas recuerdos, ahora queremos vivir nuestro amor... nos vamos de este pueblo, hacia el progreso sin memoria”, dijo al despedirse.
El año anunciaba su fin en el aroma sedante de los tilos en flor. Por esos días pescaban al corrupto Intendente buceando, con su mujer y sus hijos, en los mares de Cozumel, y los japoneses se daban a conocer. Era una misión investigadora enviada por el Banco Internacional de Desarrollo, la entidad que había concedido el crédito. Misiones similares hacían lo propio en otros pueblos. Explicaban que lo del asfalto formaba parte de un gran complot perfectamente planeado: el Presidente había perdido imagen y para ser reelecto al final de su período, tenía que comprar votos en sectores empobrecidos de los grandes centros urbanos. Y para realizar este maquiavélico plan había endeudado pueblos sin relevancia, obteniendo préstamos para obras que jamás se terminarían, previo arreglo con sus Intendentes. En Los Tilos, la plata del préstamo había salido en los portafolios encadenados a los hombres de negro. A los japoneses poco le importaba esta malversación porque los créditos estaban respaldados con tierras del pueblo, por lo tanto, dijeron, iniciarían acciones legales al Estado, embargando preventivamente las tierras para hallar la forma de que el banco se cobre la deuda; sino el pueblo tendría que ser vendido como Alaska.
-Ahora si que estamos jodidos – repetían todos.
-¡Resistiremos!... la vejez no tiene que ser improductiva como nos mentalizamos desde jóvenes... ¡buscaremos soluciones para que no nos rematen nuestras tierras! – gritó don Astor.
En tanto don Astor arengaba sin contención en la plaza del centro, bajo las fragantes plantas de tilo y una lluvia firme y pareja, los ancianos sintieron por primera vez la desprotección en la que se encontraban, y se miraron unos a otros preguntándose quién sería el último en cumplir la sentencia marcada en el graffiti del ciruja Puchito, aunque no dejaban de pensar en las últimas palabras del padre Fermín, antes de marcharse con doña Celia.
El último en irse fue don Astor Calvino, después de echar llave a su almacén. La lluvia dio paso a un sol inexpresivo, y con la salida del sol los recuerdos parecían retoñar con más fuerza. Fue cuando se vio a si mismo en la noche en que sus clientes volvían a su negocio, pero también vio las evocaciones de los que se habían ido, y entonces comprendió que la tierra de su pueblo tenía su propia vida, y que persistiría más allá del olvido de los hombres y el progreso.
Balcarce, agosto de 2003
Alejandro Lupo (1964), escritor balcarceño, se formó a través de la lectura y en los talleres literarios, “El escriba” “Palabra virtual” y junto al escritor Leopoldo Brizuela.
Participó en numerosos concursos literarios, y sus cuentos se han publicado en diversas antologías de escritores argentinos, entre los que cabe destacar:
- “Revelación” en Antología de cuentos SADE 2000 - Concurso Nacional de Cuento y Poesía SADE 2000 (Sociedad Argentina de Escritores).
- “Una extraña máquina” Seleccionado en “Concurso Internacional de Poesía y Cuento en Homenaje a Julio Cortazar”, Ateneo de la Letras para participar en Antología de cuentos “Homenaje a Cortázar”.
- “Los pensamientos de Emilia” en “Homenaje a la poesía Universal” Concurso Décima Musa – Mención autor destacado.
- “Gymnopédies para dormir” en Instituto de Cultura Peruano – Miami: Segundo lugar en el Concurso literario en homenaje a Flora Tristán: “Antología de nuevos autores latinoaméricanos”
- “Balada de la divina hipopótamo y el antropófago desdentado” – Finalista Radio Francia Internacional.
- “La piedra blanca del deseo” Primer premio Asociación Italiana.
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