Bienvenidos a El Almacén

Lo que embellece al desierto es que en alguna parte
esconde un pozo de agua.

Antoine de Saint-Exupery (1900-1944) Escritor francés.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Bajo el Alero

Un Viaje al País de los Matreros, escrito por José Sixto Álvarez en 1897, refleja su propia experiencia en un viaje realizado diez años antes a la zona del litoral. Allí pudo apreciar costumbres y tipos humanos que luego plasmaría en este libro. 
El autor, también conocido como Fray Mocho, nació en Gualeguaychú, Entre Ríos, el 26 de agosto de 1858. Falleció en Asunción (Paraguay) el 23 de agosto de 1903. 
Este es uno de los capítulos.
    

Había amanecido lloviendo y la lluvia amenazaba durar todo el día, tal era la cachaza con que caía y la cantidad de agua que parecían guardar en su seno las nubes plomizas, que daban al cielo un tono uniforme y monótono, en armonía con la llanura, que se presentaba como cubierta por un espeso velo del mismo color de las nubes.

Todo chorreaba agua: se la veía caer en hilos oblicuos; levantar fugaces burbujitas que se formaban con la misma celeridad con que desaparecían; destilar a lo largo de las pajas del rancho, tiñéndose con colores de aurora; pegar a las carnes, en manchones, las ropas de los que se aventuraban a cruzar el patio; correr con reminiscencias de torrente por las canaletas de desagüe; caer en gotas sonoras en los tiestos colocados por la mano previsora de la patrona, a lo largo del corredor; filtrarse a través de las copas de los árboles, resbalar por el tronco y venir a encharcarse a su pie, y, en fin, lavar todo aquello que en el campo no lo puede lavar sino la lluvia, desde la cara de los peones a la cabeza de la china cocinera, que atraviesa para adentro con una fuente cuyo contenido resguarda con su pollera grasienta y manchosa; desde el hocico del perro que sale a peregrinar en busca de alguna garra de cuero que enterró el día anterior y que calcula que la lluvia haya ablandado, hasta la panza del caballo, que, atado a soga, ha dejado de comer y dando el anca al viento, mira filosóficamente la llanura verde, transformada en una inmensa napa de agua.

Yo, rodeado de aquella buena familia donde había caído precisamente como llovido, en la noche anterior, me hallaba sentado bajo el alero del rancho, amplio y cómodo, al lado de un fuentón inválido que dragoneaba de brasero y que era promesa lisonjera de un buen amargo, cebado por mano joven y primorosa.

Mi huésped -un viejo gaucho cincuentón, de cara curtida por el sol y de manos encallecidas por el lazo y las boleadoras- estaba sentado a mi izquierda, en un banquito, ocupado en remendar una cincha, mientras su hijo -un mocetón que recién golpeaba las puertas de la vida- estudiaba en la guitarra los aires armoniosos y sentimentales con que había de deleitar, llegado el caso, el oído de alguna moza vecina, no insensible a requiebros y galanteos, por más que fueran ellos de aquel que más de una vez la ayudó a repuntar una majada o le prestó el petizo para ir a echar las mansas de su padre.

¡Esos idilios de los ranchos!

Lástima que aún no hayan tenido su poeta en esta tierra, donde todo convida al amor, desde la llanura al monte, desde la flor al ave y desde el día esplendoroso a la noche quieta, apacible y luminosa.

 Silenciosos, oíamos llover y escuchábamos aquel gotear del agua, que adormece los sentidos a fuerza de monotonía, y saboreábamos el mate que nos pasaba la semanera, una morena de grandes ojos negros y tranquilos, que de vez en cuando miraba por la puerta entreabierta, el afán de sus hermanas que, arreglado el interior del rancho, se componían y acicalaban para salir a sentarse en rueda ante el brasero, haciendo los honores de la casa al visitante, obsequiándole con las tradicionales y doradas tortas fritas, el sabroso pororó, o los agradables chicharrones, manjares obligados de los días de lluvia y que parecen hechos a propósito para ser tomados en son del agua que cae, contrastando con el canto alegre de la sartén donde la grasa se derrite con notas de risa.

Pronto el amargo dejó de circular y el brasero pasó al dominio de la patrona y de sus hijas, que haciendo sonar sus vestidos, tiesos de puro almidonados, se dispusieron a la faena.

El agua seguía goteando pesadamente, acompañada por el bordoneo cadencioso de la guitarra gimiendo un triste que el viejo canturreaba entre dientes, mientras cosía a fuerza de lezna, la cincha que estaba empezado en remendar.

Un perro, gran conocedor de las costumbres de la familia, entró chorreando agua, se sacudió en medio de las muchachas y a pesar de sus gritos y protestas, se estiró, y fué a acurrucarse silencioso en un rincón, cerca del viejo y como diciendo "no me han de echar, porque yo soy también de los de adentro".

Sabía bien, el muy pillo, que llegaba a buena hora, pues tras él entró la china trayendo colgadas en los dedos, cerrados a modo, de ganchos, las grandes tiras de grasa, de ubre, y alguna de carne flaca, que serviría -junto con algunos pedazos de galleta que se echarían en la grasa hirviente, luego que el manjar estuviera a punto- para darle más sabor, al mismo tiempo que un tanto de variedad.

Y la patrona se instaló al lado del brasero -vecina una larga tabla que servia de mesa y en uno de cuyos extremos picaba la grasa, la ubre y la carne, que iba echando mezclada y de a montones en la sartén ya sobre el fuego-, mientras en el otro las muchachas arremangadas y luciendo sus brazos carnudos de morenas, preparaban y tomaban la masa que había de servirles para las tortas fritas.

Llena la sartén y cuando ya el -contenido comenzaba a saltar, debido a la grasa que se desprendía de los pedazos que primero se le echaron, fué tapada y comenzó su canción alegre, acompañada por los sollozos de la guitarra que el mocetón pulsaba con maestría, por el acompasado y monótono caer del agua a que ya estaba acostumbrado el oído y por los cuchicheos y risas de las muchachas, cuyos labios rojos se entreabrían con relampagueos de nieve.

Pronto la música de la sartén se hizo más viva: la patrona revolvía con una palita de madera la grasa hirviente, que chirriaba y que a cada revoltijo subía su diapasón, llegando al máximo cuando cayeron los pedazos de galleta que, poco a poco, fueron impregnándose de grasa, tomaron un color dorado, y luego se confundieron con toda la mescolanza que bailaba una danza macabra dentro de la sartén.

Se acercó la gran fuente de lata, brillante de puro limpia, y la patrona sumergiendo en la grasa liquida una espumadera, comenzó a extraer los chicharrones dorados y a escurrirlos, ayudándose de la palita, depositándolos en la fuente, donde eran espolvoreados con sal gruesa, molida allí mismo por una de las muchachas, que se sirvió para ello de la ancha y recia hoja de una cuchilla, con la cual destrozaba los terrones demasiado voluminosos, restregándolos contra la tabla.

Y, bajada la sartén del fuego, calló la guitarra, cesaron las risas y cuchicheos de las muchachas y todos rodeamos la fuente haciendo merecido honor al sabroso manjar, mientras afuera seguía la lluvia cayendo con pereza.

Circuló una botella que llamaron del carlón, pues el viejo declaró, mirándome, que los chicharrones se áugan con la agua y volvió cada uno a su entretenimiento: yo, a mirar cómo llovía -un deleite supremo y delicioso- el viejo, al remiendo de la cincha, el mocetón a su guitarra y las muchachas a la preparación de las tortas fritas, mientras la patrona que debía hacer la fritura y previo un usted perdonará, pero yo tengo mi vicio, armaba un cigarro de hoja -de aquellos llamados de rabillo, que las señoras fumadoras eran tan maestras para hacer con sólo una hojita de rubio tabaco paraguayo, con tripa un poco más madura-, lo encendía, se lo colocaba a un lado de la boca, volvía la sartén al fuego y se sentaba al lado, para comenzar la fritura.

Una de las muchachas hacía las tortas -consistentes en un bollo de masa del grueso del puño achatado hasta dejarlo casi transparente-, mientras la otra las iba colocando en un plato puesto al alcance de la patrona, directora general de la operación.

Ésta, las tomaba con un tenedor y las echaba en la grasa hirviente, de a una: previo un zambullón del cual salían doradas, pinchaba con el tenedor para que se impregnaran, las daba vuelta y previo otro pinchazo para probar el grado de cocción, las extraía, suspendidas a los dientes del tenedor cuyo mango golpeaba en el borde de la sartén para hacer chorrear la grasa que las bañaba, y las iba depositando en la gran fuente de lata que tenía a su lado.

Aquel olor de la masa tostada, llenaba la habitación y hacía soñar con todas las delicias de la pastelería: la saliva venía a la boca, la nariz sentía comezón y el estómago verdaderas languideces que se transformaban en bostezos, que suelen ser suspiros de deseo.

Afuera seguía lloviendo y cada torta frita que caía a la sartén cantaba alegre: no sólo perfumaba el aire, sino que incorporaba a los gemidos de la guitarra y a las notas tristes de la lluvia cascadas de risas sonoras que tenían no sé qué reminiscencias de placer.

De repente la operación se interrumpió y oí la voz de la señora que pedía el pisingallo para el pororó, compañero inseparable de las tortas fritas.

Una taza de maíz recién mojado le fue pasada y ella la vertió de golpe en la sartén, que fué tapada: se oyó algo de batalla, fuego graneado, chisporroteo, reventazón, que poco a poco fue cesando, hasta concluir en algo que imitaba el ruido de la lluvia que parecía una obsesión.

La tapadera fué levantada y la sartén apareció llena de nieve: era el rico pororó que lucía su esplendor, contrastando en color y en sabor con las tortas fritas, que, apiladas entre la fuente, chorreaban sus últimas lágrimas de grasa.

Afuera, el agua seguía cantando su eterna canción tediosa y resbalando de la cuchillada al bajo y de éste al arroyo, donde iba a perderse con murmurios lastimeros.





Había amanecido lloviendo y la lluvia amenazaba durar todo el día, tal era la cachaza con que caía y la cantidad de agua que parecían guardar en su seno las nubes plomizas, que daban al cielo un tono uniforme y monótono, en armonía con la llanura, que se presentaba como cubierta por un espeso velo del mismo color de las nubes.

Todo chorreaba agua: se la veía caer en hilos oblicuos; levantar fugaces burbujitas que se formaban con la misma celeridad con que desaparecían; destilar a lo largo de las pajas del rancho, tiñéndose con colores de aurora; pegar a las carnes, en manchones, las ropas de los que se aventuraban a cruzar el patio; correr con reminiscencias de torrente por las canaletas de desagüe; caer en gotas sonoras en los tiestos colocados por la mano previsora de la patrona, a lo largo del corredor; filtrarse a través de las copas de los árboles, resbalar por el tronco y venir a encharcarse a su pie, y, en fin, lavar todo aquello que en el campo no lo puede lavar sino la lluvia, desde la cara de los peones a la cabeza de la china cocinera, que atraviesa para adentro con una fuente cuyo contenido resguarda con su pollera grasienta y manchosa; desde el hocico del perro que sale a peregrinar en busca de alguna garra de cuero que enterró el día anterior y que calcula que la lluvia haya ablandado, hasta la panza del caballo, que, atado a soga, ha dejado de comer y dando el anca al viento, mira filosóficamente la llanura verde, transformada en una inmensa napa de agua.

Yo, rodeado de aquella buena familia donde había caído precisamente como llovido, en la noche anterior, me hallaba sentado bajo el alero del rancho, amplio y cómodo, al lado de un fuentón inválido que dragoneaba de brasero y que era promesa lisonjera de un buen amargo, cebado por mano joven y primorosa.

Mi huésped -un viejo gaucho cincuentón, de cara curtida por el sol y de manos encallecidas por el lazo y las boleadoras- estaba sentado a mi izquierda, en un banquito, ocupado en remendar una cincha, mientras su hijo -un mocetón que recién golpeaba las puertas de la vida- estudiaba en la guitarra los aires armoniosos y sentimentales con que había de deleitar, llegado el caso, el oído de alguna moza vecina, no insensible a requiebros y galanteos, por más que fueran ellos de aquel que más de una vez la ayudó a repuntar una majada o le prestó el petizo para ir a echar las mansas de su padre.

¡Esos idilios de los ranchos!

Lástima que aún no hayan tenido su poeta en esta tierra, donde todo convida al amor, desde la llanura al monte, desde la flor al ave y desde el día esplendoroso a la noche quieta, apacible y luminosa.

 Silenciosos, oíamos llover y escuchábamos aquel gotear del agua, que adormece los sentidos a fuerza de monotonía, y saboreábamos el mate que nos pasaba la semanera, una morena de grandes ojos negros y tranquilos, que de vez en cuando miraba por la puerta entreabierta, el afán de sus hermanas que, arreglado el interior del rancho, se componían y acicalaban para salir a sentarse en rueda ante el brasero, haciendo los honores de la casa al visitante, obsequiándole con las tradicionales y doradas tortas fritas, el sabroso pororó, o los agradables chicharrones, manjares obligados de los días de lluvia y que parecen hechos a propósito para ser tomados en son del agua que cae, contrastando con el canto alegre de la sartén donde la grasa se derrite con notas de risa.

Pronto el amargo dejó de circular y el brasero pasó al dominio de la patrona y de sus hijas, que haciendo sonar sus vestidos, tiesos de puro almidonados, se dispusieron a la faena.

El agua seguía goteando pesadamente, acompañada por el bordoneo cadencioso de la guitarra gimiendo un triste que el viejo canturreaba entre dientes, mientras cosía a fuerza de lezna, la cincha que estaba empezado en remendar.

Un perro, gran conocedor de las costumbres de la familia, entró chorreando agua, se sacudió en medio de las muchachas y a pesar de sus gritos y protestas, se estiró, y fué a acurrucarse silencioso en un rincón, cerca del viejo y como diciendo "no me han de echar, porque yo soy también de los de adentro".

Sabía bien, el muy pillo, que llegaba a buena hora, pues tras él entró la china trayendo colgadas en los dedos, cerrados a modo, de ganchos, las grandes tiras de grasa, de ubre, y alguna de carne flaca, que serviría -junto con algunos pedazos de galleta que se echarían en la grasa hirviente, luego que el manjar estuviera a punto- para darle más sabor, al mismo tiempo que un tanto de variedad.

Y la patrona se instaló al lado del brasero -vecina una larga tabla que servia de mesa y en uno de cuyos extremos picaba la grasa, la ubre y la carne, que iba echando mezclada y de a montones en la sartén ya sobre el fuego-, mientras en el otro las muchachas arremangadas y luciendo sus brazos carnudos de morenas, preparaban y tomaban la masa que había de servirles para las tortas fritas.

Llena la sartén y cuando ya el -contenido comenzaba a saltar, debido a la grasa que se desprendía de los pedazos que primero se le echaron, fué tapada y comenzó su canción alegre, acompañada por los sollozos de la guitarra que el mocetón pulsaba con maestría, por el acompasado y monótono caer del agua a que ya estaba acostumbrado el oído y por los cuchicheos y risas de las muchachas, cuyos labios rojos se entreabrían con relampagueos de nieve.

Pronto la música de la sartén se hizo más viva: la patrona revolvía con una palita de madera la grasa hirviente, que chirriaba y que a cada revoltijo subía su diapasón, llegando al máximo cuando cayeron los pedazos de galleta que, poco a poco, fueron impregnándose de grasa, tomaron un color dorado, y luego se confundieron con toda la mescolanza que bailaba una danza macabra dentro de la sartén.

Se acercó la gran fuente de lata, brillante de puro limpia, y la patrona sumergiendo en la grasa liquida una espumadera, comenzó a extraer los chicharrones dorados y a escurrirlos, ayudándose de la palita, depositándolos en la fuente, donde eran espolvoreados con sal gruesa, molida allí mismo por una de las muchachas, que se sirvió para ello de la ancha y recia hoja de una cuchilla, con la cual destrozaba los terrones demasiado voluminosos, restregándolos contra la tabla.

Y, bajada la sartén del fuego, calló la guitarra, cesaron las risas y cuchicheos de las muchachas y todos rodeamos la fuente haciendo merecido honor al sabroso manjar, mientras afuera seguía la lluvia cayendo con pereza.

Circuló una botella que llamaron del carlón, pues el viejo declaró, mirándome, que los chicharrones se áugan con la agua y volvió cada uno a su entretenimiento: yo, a mirar cómo llovía -un deleite supremo y delicioso- el viejo, al remiendo de la cincha, el mocetón a su guitarra y las muchachas a la preparación de las tortas fritas, mientras la patrona que debía hacer la fritura y previo un usted perdonará, pero yo tengo mi vicio, armaba un cigarro de hoja -de aquellos llamados de rabillo, que las señoras fumadoras eran tan maestras para hacer con sólo una hojita de rubio tabaco paraguayo, con tripa un poco más madura-, lo encendía, se lo colocaba a un lado de la boca, volvía la sartén al fuego y se sentaba al lado, para comenzar la fritura.

Una de las muchachas hacía las tortas -consistentes en un bollo de masa del grueso del puño achatado hasta dejarlo casi transparente-, mientras la otra las iba colocando en un plato puesto al alcance de la patrona, directora general de la operación.

Ésta, las tomaba con un tenedor y las echaba en la grasa hirviente, de a una: previo un zambullón del cual salían doradas, pinchaba con el tenedor para que se impregnaran, las daba vuelta y previo otro pinchazo para probar el grado de cocción, las extraía, suspendidas a los dientes del tenedor cuyo mango golpeaba en el borde de la sartén para hacer chorrear la grasa que las bañaba, y las iba depositando en la gran fuente de lata que tenía a su lado.

Aquel olor de la masa tostada, llenaba la habitación y hacía soñar con todas las delicias de la pastelería: la saliva venía a la boca, la nariz sentía comezón y el estómago verdaderas languideces que se transformaban en bostezos, que suelen ser suspiros de deseo.

Afuera seguía lloviendo y cada torta frita que caía a la sartén cantaba alegre: no sólo perfumaba el aire, sino que incorporaba a los gemidos de la guitarra y a las notas tristes de la lluvia cascadas de risas sonoras que tenían no sé qué reminiscencias de placer.

De repente la operación se interrumpió y oí la voz de la señora que pedía el pisingallo para el pororó, compañero inseparable de las tortas fritas.

Una taza de maíz recién mojado le fue pasada y ella la vertió de golpe en la sartén, que fué tapada: se oyó algo de batalla, fuego graneado, chisporroteo, reventazón, que poco a poco fue cesando, hasta concluir en algo que imitaba el ruido de la lluvia que parecía una obsesión.

La tapadera fué levantada y la sartén apareció llena de nieve: era el rico pororó que lucía su esplendor, contrastando en color y en sabor con las tortas fritas, que, apiladas entre la fuente, chorreaban sus últimas lágrimas de grasa.

Afuera, el agua seguía cantando su eterna canción tediosa y resbalando de la cuchillada al bajo y de éste al arroyo, donde iba a perderse con murmurios lastimeros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario